TAMBIÉN FINALIZA EL «AÑO SACERDOTAL» PARA LOS MINISTROS ORDENADOS RELIGIOSOS (Obispos, Presbíteros y Diáconos)

annusacerPara un tercio de los sacerdotes de la Iglesia católica no ha pasado desapercibido «cierto silencio» respecto al ministerio ordenado de los religiosos a lo largo del año sacerdotal.
La propia figura paradigmática del cura de Ars propuesta en el año sacerdotal no ha encontrado eco suficiente en muchos de los religiosos (también muchos curas seculares o diocesanos) que viven el ministerio más allá de lo estrictamente parroquial. Quizá esa haya sido la razón de lo que a todas luces parece un «desandar el camino», al no haber nombrado el Papa al Cura de Ars patrono de los Sacerdotes del mundo, tal y como se había anunciado. El propio P. Lombardi, comentando la opinión del Papa ha dicho que «existen otras tantas grandes figuras de sacerdotes que pueden servir de inspiración y modelo para aquellos que desarrollan numerosas otras formas de ministerio sacerdotal».

Con todo, es de agradecer la celebración de este «sufrido» y «gozado» año sacerdotal en el que la imagen del Buen Pastor ha prevalecido sobre aquella que quisieron otros hacer ver.

Me permito compartiros la introducción a un importante libro que ha sido publicado hace unos meses, al hilo del año sacerdotal, por la editorial católica Publicaciones Claretianas. En él se recogen las ponencias de un Simposio organizado ad hoc por el Instituto teológico de Vida Religiosa de Madrid. Lleva la firma del P. José Cristo Rey García Paredes, y puede ser un buen aperitivo para aquellos y aquellas que quieran seguir profundizando en el tema, más allá de este año sacerdotal que hoy concluye. El libro, titulado «Ministros ordenados religiosos. Situación-carisma-servicio» todavía está disponible en las librerías. Si lo prefieren, pueden solicitarlo directamente en la editorial. 91 540 12 68.

«Resulta sorprendente constatar la variedad de rostros «sacerdotales» que existe actualmente en la Iglesia católica. La gama es impresionante: tanto desde la apariencia externa, como desde el mundo interno de cada uno. Quizá la palabra «sacerdote» o «sacerdotes» no sea la más adecuada para hablar de ese conjunto de personas y tal vez la expresión «ministros ordenados» resulte demasiado genérica y elástica. De todos modos, sabemos bien a quiénes nos referimos. A aquellos varones que han recibido el sacramento del Orden en cualquiera de sus grados (diaconado, presbiterado o episcopado).
El contexto
La variedad de rostros «sacerdotales» comienza por la apariencia exterior: unos van vestidos ordinariamente con un hábito talar (la sotana o el hábito de la propia orden o congregación religiosa, o los paramentos propios del rango episcopal); otros suelen utilizar -sea en todo momento, sea en circunstancias especiales- el clergyman negro, gris o incluso con los más sorprendentes colores como azul, blanco, morado, rojo; otros nunca utilizan un vestido que los distinga, aunque tal vez puedan llevar alguna cruz o alguna insignia: y, entre estos, los hay vestidos con el mono de trabajo del obrero, con la bata del médico o enfermero, o con la corbata del profesor universitario o del director de una gran institución, o con un sencillo vestido acomodado a las condiciones climáticas o a la mayor o menor prosperidad de la gente con que conviven.
No hablemos ya de las diferencias culturales y raciales. Hay ministros ordenados de muchas de las razas de nuestro planeta, que hablan las más variadas lenguas, que tienen las más diversas sensibilidades culturales. Es más: actualmente los candidatos más numerosos provienen frecuentemente de las culturas y razas -hasta ahora- más extrañas al cristianismo. Ello permite que un clero que tiende a envejecer en las iglesias más antiguas, sin embargo, esté equilibrado por el clero joven de las iglesias nuevas.
Toda esta variedad exterior y tan contrapuesta, queda unificada, cuando los ministros ordenados ejercen su función sacramental: quedan revestidos con sus vestiduras litúrgicas y celebran los ritos cristianos.
Los rostros «sacerdotales» son muy variados en su interioridad. Impresiona descubrir que los ministros ordenados difieren mucho unos de otros en su sensibilidad religiosa: hay quienes se sienten muy a gusto y en su papel «sacral» dirigiendo el culto, presidiendo celebraciones litúrgicas, actuando en el ámbito religioso, y quienes, por el contrario, sienten una espontánea lejanía e inadecuación, actuando más por obligación que por devoción. Éstos últimos suelen sentirse más centrados en el ámbito de la proclamación de la Palabra, de la acción pastoral social o pastoral liberadora. Hay ministros ordenados muy cumplidores de sus deberes sagrados (oración íntegra del oficio) que mantienen una reserva intencionada ante lo profano (no asistencia a ciertos espectáculos o reuniones sociales); y los hay también que sienten la necesidad de alternar con la gente, de no medir en exceso los tiempos de oración, pero tienen como proyecto la «encarnación» en la vida de la gente, la inserción que hace el ministerio mucho más cercano y relevante.
Encontramos también ministros ordenados muy ortodoxos y otros a quienes no preocupa tanto la ortodoxia de las ideas, y sí la recta conducta u ortopraxis. Hay también ministros ordenados muy preocupados por la fe y a otros muy preocupados por la caridad.
Desde el punto de vista ministerial existen también notables diferencias entre unos y otros. Oficialmente suelen ser reducidas a dos: los ministros ordenados del clero secular o diocesano, y los ministros ordenados del clero regular. Los primeros están dedicados sobre todo a la diócesis y a la parroquia, los otros dependen de proyectos apostólicos que los pone al servicio de las iglesias particulares pero no de forma permanente y no siempre al servicio de una parroquia o iglesia: se trata de servicios más móviles y carismáticos.
Finalmente, también la conducta moral del clero marca entre nosotros diferentes líneas divisorias: el poder, el dinero, la sexualidad en sus aspectos luminosos y también oscuros. Hay rostros «sacerdotales» que tienen marcada su vida por los consejos del Evangelio respecto a esas fuerzas ambigüas que ´hay en nosotros; y hay rostros «sacerdotales» que en ocasiones sucumben ante los lados más negativos del poder, del dinero y de la sexualidad.
¡Esa es la verdad!: que este grupo de referencia es muy plural y muy variado; hay quienes en su conciencia no pueden tolerarlo; lo deploran, se escandalizan, denuncian la secularización de unos mientras aplauden la rectitud y aparente coherencia de los otros. Y por parte de otros, hay disgusto y crítica ante el formalismo, el uniformismo, el sacralismo que resiste, se impone disciplinarmente y se hace más poderoso en las nuevas generaciones. Ese «cuadro sacerdotal impresionista» resulta, para unos y otros, demasiado oscuro, ambiguo, indeterminado.
Las preguntas
Este asunto del pluralismo sacerdotal debe interesarnos y también preocuparnos. Le interesa de una manera especial al Instituto teológico de Vida Religiosa (facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca). Por eso, organizamos apenas convocado el año sacerdotal por el Papa Benedicto XVI el II Simposio del ITVR, cuyas ponencias ahora publicamos. Confiamos al P. Aquilino Bocos Merino, cmf, fundador y profesor del Instituto Teológico de Vida Religiosa y ex-superior general, la organización de este Il Simposio y el contacto con los ponentes. Se logró elaborar un excelente programa y contar con autorizados colaboradores: además del P. Aquilino, Mons. Gardin, Secretario entonces de la Congregación para Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, el teólogo Santiago del Cura, Fr. José Rodríguez Carballo, Ministro General de la Orden de los Hermanos Menores y un servidor.
Hemos querido interpretar el fenómeno de los múltiples rostros sacerdotales, fijando nuestra atención en los ministros ordenados “religiosos” o pertenecientes a institutos de vida consagrada. No defendemos un modelo único de ministerio ordenado. Reconocemos que hay otros rostros «sacerdotales» que no se atienen a las características más convencionales: hay también un modelo itinerante y supraparroquial y supradiocesano del misionero, o el modelo carismático de artista, del científico, del educador, del médico o enfermero, del asistente social, del obrero. Ahí cabría referirse a modelos como Teilhard de Chardin, el Abbé Pierre, Maximiliano Kolbe…
Ante tanta variedad y diversidad -especialmente palpable en una gran concelebración, cuando uno conoce la identidad de cada uno de los concelebrantes-, nos preguntamos: ¿porqué habremos sido elegidas para el ministerio ordenado personas tan diversas, con tan diferentes sensibilidades, formas de ser y de actuar? ¿Es que necesita el Señor resucitado tanta diversidad para hacer presente en su Iglesia su misión y ministerio? ¿No le bastaría con un modelo muy definido, con ministros ordenados de un solo perfil? ¿Qué querrá Dios decirnos con estas tensiones en el cuerpo ministerial ordenado de la Iglesia católica?
¿Respuestas?
Lo primero que salta a la vista, con toda su evidencia, es que Jesús no optó por elegir a los mejores y, por lo tanto, que no es la perfección y la excelencia aquello que perseguía a través del ministerio. Si el ministerio ordenado es cosa de Dios, de Jesús el Señor, entonces ¡no nos hagamos demasiadas ilusiones! ¡No es el liderazgo perfecto el que con este ministerio se pretende!
Lo segundo que salta a la vista es que nadie suple al Buen Pastor, al Único, Sumo y Eterno Sacerdote. Nadie puede arrogarse y monopolizar el ser voz de Dios, Palabra de Dios. ¡Sólo Jesús es la Palabra de Dios! Lo que caracteriza a los ministros ordenados es el «mysterium lunae». Evocamos con esta preciosa imagen, utilizada por el Papa Juan Pablo II, en su exhortación «Novo Millenio Ineunte», n. 54. Así como la luna no tiene luz propia, pero refleja la luz del sol, así también los ministros ordenados no tienen luz propia, pero reflejan la luz del Sol que es Jesús. Poco importa que unos ministros sean piedras preciosas y otros sólo pedruscos o arena, que unos sean tierra fértil y otros terreno baldío; la realidad es que todos reflejan la luz del Sol. En un momento u otro, en una circunstancia u otra, harán verdad aquello para lo que fueron escogidos. Lo dijo muy bien san Agustín al pensar en cualquiera de las peores eventualidades en un ministro ordenado; su afirmación categórica fue: «¡Jesucristo mismo bautiza!».
Por otra parte, nunca han resultado en la iglesia las actitudes puristas de quienes intentan separar «su» trigo de «su» cizaña, o consideran a unos puros y a otros impuros. Esas líneas divisorias son muy equívocas y engañosas. ¡Sólo Dios conoce lo que hay en los corazones y en los espíritus humanos! Esto no quiere decir que hayamos de olvidar la advertencia de nuestro Maestro: «¡Ay de aquel por quien vinieren los escándalos, más le valiera no haber nacido!». Ser piedra de tropiezo en el camino de los demás, de los más pequeños, de los más indefensos, es para Jesús un mal terrible. O aquello otro de que en el «Sancta Sanctorum» puede establecerse la «abominación de la desolación». Los casos de escándalo en el ministerio ordenado revisten una especial gravedad: en ellos la profanación de lo santo es más que evidente.
Finalmente, la comunión de esta «biodiversidad ministerial ordenada» hace que unos seamos gracia para los otros, que nos volvamos más evangélicamente tolerantes, que en todos y cada uno aparezca el «rostro apostólico» que apareció en aquellos Doce u Once hombres tan diversos a los que Jesús eligió y envió

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