CARTA DEL CARD. BOCOS A LA COMPAÑÍA DE JESÚS (#Ignatius500)

CARTA DEL CARD. BOCOS A LA COMPAÑÍA DE JESÚS (#Ignatius500)

Querido Padre Arturo Sosa, sj. : Dentro de unos días celebraremos la fiesta de san Ignacio de Loyola. Es la mejor ocasión para cumplir la promesa que le hice el pasado 19 de mayo, en vísperas del inicio del V Centenario de la herida de Íñigo...

P. ARTURO SOSA
Prepósito General de la Compañía de Jesús

Querido Padre:

Dentro de unos días celebraremos la fiesta de san Ignacio de Loyola. Es la mejor ocasión para cumplir la promesa que le hice el pasado 19 de mayo, en vísperas del inicio del V Centenario de la herida de Íñigo.

Este año hacemos memoria de una herida que sigue siendo indicador de peregrinación, de conversión, de discernimiento, de cambio de rumbo, de adoptar otro “modo de proceder”. Una herida que irradia luz, como faro que alumbra y ensancha el horizonte; una herida que mana esperanza y da nuevo sentido a la vida.

Le felicito sinceramente por su libro-entrevista “En camino con Ignacio”, publicado hace unos meses. Magnífico por el contenido y muy atractiva la presentación. Gracias por revelarnos su experiencia, por ofrecernos sus consideraciones y por indicarnos el itinerario a seguir en este año ignaciano. Espero y deseo que sea un año fecundo para la Compañía y confío que no lo sea menos para la Iglesia, verdadero “hospital de campaña con heridos que buscan a Dios”.

Posiblemente se pregunte a qué viene esta carta. Sencillamente responde a una íntima necesidad de expresarle la admiración, el reconocimiento, la gratitud y el deseo de óptimos augurios para la Compañía. Somos poco proclives a agradecer lo que recibimos y alguna vez hay que expresarlo. Esta carta no puede considerarse un gesto de simple cortesía. Somos muchos los consagrados y consagradas que reconocemos y agradecemos lo que el Señor ha hecho en la Compañía y por la Compañía en el pueblo de Dios. La celebración de este V Centenario es una buena oportunidad para decir a todos y cada uno de sus miembros: gracias por lo que son y por lo que hacen; gracias por el testimonio de su vida como “compañeros de Jesús” y por el servicio a esta Iglesia peregrina y a esta humanidad que sufre y busca.

A  mediados de junio de 1967 me hallaba en Roma. Tras una conversación con el cardenal Arcadio María Larraona, cmf, quien me había ordenado sacerdote, me preguntó si podía ayudarme en algo. Sin titubear, le expresé el deseo de tener los Documentos de la última Congregación General de la Compañía, celebrada en 1965. Inmediatamente buscó un ejemplar y lo puso en mis manos. Después, gracias a buenos amigos jesuitas, concretamente los PP. Arrupe, Kolvenbach y Urbano Valero,  he podido disponer de los documentos de las sucesivas Congregaciones.

Puede parecerle extraña la petición; pero, en aquellos días, acababa de recibir el encargo de ser formador de nuestros seminaristas mayores. Consideraba que, cuanto dijera la Compañía, tenía peso y fuerza para orientar la formación.

A los pocos años, la amistad con el P. Pedro Arrupe fue un regalo precioso que disfruté por su cercanía, su espíritu ignaciano, su ejemplo de amor a la Iglesia y al Papa, y sus escritos, que me fue entregando sucesivamente.

La Compañía ha sido audaz y coherente ante las propuestas conciliares de renovación eclesial en un mundo en cambio y en un tiempo de grandes turbulencias. A pesar de los contratiempos sufridos, ha sabido situarse y mirar hacia delante, con los ojos fijos en quien les había llamado para estar con Él y a anunciar el Evangelio (cf. Mc 3,13-14). La Compañía se ha posicionado ante los desafíos de nuestro tiempo desde la Palabra de Dios y el carisma ignaciano, ha hecho autocrítica y, desde la sencillez de vida y la plena disponibilidad, ha procurado ser levadura en la masa y luz en el candelero. Ha ejercido con arrojo la profecía, a veces desde el aguante y el silencio responsable.  Los tropiezos y las caídas son inherentes a los que se mueven. Lo importante es ser lúcidos y saber de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Y esto está bien claro en todos los Decretos de las Congregaciones Generales, elaborados desde una cuidadosa pedagogía de la insistencia.

Entre lo más admirable en el proceso de renovación postconciliar está el haber sabido mantener firmes las raíces, la propia identidad ignaciana. En la Compañía se ha visto cumplido el refrán africano: “cuando las ramas son zarandeadas por el viento, las raíces se abrazan”. Cuanto más golpeada, más firme ha sido la comunión. Por otro lado, estando integrada por personas de tan diversas procedencias, de tan diferentes culturas y lenguas y, sobre todo, de tan distintas maneras de pensar, han mantenido la unidad. Esta unidad ha sido, sin duda, un don del Espíritu acogido y secundado por cuantos han recibido la vocación a ser compañeros, unidos con Cristo para la misión.

Considero un gran acierto que desapareciera la tradicional privacidad jesuítica. La comunicación de los análisis, deliberaciones y decisiones habidas en las Congregaciones ha permitido que otros Institutos y comunidades cristianas se vieran inspirados y seguros en sus propios procesos de renovación. Es fácil comprobar que el modo de pensar, sentir, orar, discernir y comprometerse la Compañía en el servicio del Evangelio se ha hecho paradigmático para muchos grupos eclesiales. Los Decretos de sus Congregaciones postconciliares (de la 31 a la 36) que, como es obvio, hay que leer en los correspondientes contextos internos, eclesiales y sociales, tienen una profunda visión del hombre y del mundo, así como una rica experiencia de vida eclesial y misionera. Apuntan siempre creativamente hacia el futuro. Buscan la transformación de las personas y de la sociedad. Rezuman vigor carismático y profético. Contienen un magisterio rico y denso. Están apoyados en la Palabra de Dios, en las fuentes de la Compañía, en el Vaticano II y en el magisterio de los Pontífices y de los Sínodos. No extraña, pues, que se hayan convertido en surtidores de agua viva para las comunidades cristianas y para los institutos de vida consagrada. Puedo aseverar que sus Congregaciones Generales han confirmado, relanzado y suscitado mucha confianza y estímulo en otros Institutos.

La Compañía es una realidad eclesial y, como tal, “camina en medio de tentaciones y tribulaciones” (cf. LG 9). Los compañeros de Jesús son hombres frágiles y necesitan del Espíritu para recomponerse ante la adversidad. La mirada benevolente de Jesús les lleva a la intimidad y al consuelo. En no pocas ocasiones les ha tocado acoger y meditar las palabras de san Pablo a Timoteo: “Los que quieran vivir piadosamente en Cristo serán perseguidos” (2Tim 3,12).

Recuerdo haber escuchado contar al cardenal Eduardo F. Pironio que durante una audiencia con el papa Pablo VI, al exponerle las críticas y acusaciones que se vertían sobre los religiosos, el Papa le respondió: “¿De qué se extraña? Ellos van en la proa de la barca de la Iglesia y por ello son los que más sufren el embate de las olas. Ellos son la vanguardia de la Iglesia y, por lo mismo, han de hacer frente a la contradicción y a la incomprensión”.

La historia de la Compañía ha tenido sus oscilaciones, sus luces y sombras; sus momentos gloriosos y sus momentos bajos, hasta llegar a la supresión o a estar bajo sospecha. Estos padecimientos son “como la nieve que cae sobre un campo sembrado que no mata el trigo, sino que le obliga a retoñar” (S. Antonio M. Claret).

Por eso, no han dejado de brillar en ella grandes santos, mártires, pastores, misioneros, directores espirituales, biblistas, teólogos, filósofos, pedagogos, científicos, escritores… Esta lista de hombres ilustres continúa y caminan entre nosotros. ¿Quién, si no, está detrás de tantos servicios heroicos y posiciones de avanzadilla misionera, de incursiones en las cuestiones más difíciles de la teología y de la vida de la Iglesia, de tantas obras de promoción humana, familiar y social, de ministerios de orientación y ayuda espiritual, de dirección de colegios, universidades y editoriales…? ¿Cómo no reconocer su capacidad de hacerse presente en los distintos escenarios de evangelización y promoción humana en un mundo roto, tenso, ambiguo, donde tratan de imponerse el secularismo, la injusticia y el relativismo ético?

Si en estos años de postconcilio no han faltado las pruebas y las tribulaciones, también están ahí la fidelidad a Jesucristo, la asunción de su “modo de proceder”, la abnegación, la unión de ánimos, el amor a la Iglesia, la generosa entrega a los pobres, a los excluidos, a los emigrantes y a los que no se les concede voz. La misión, que está en el centro de su vida, brilla y se hace fecunda desde la obediencia, la disponibilidad y la sencillez, como subrayaba el P. Arrupe.

Si es legítima la pregunta de los historiadores sobre qué hubiera sido de la Iglesia sin la Compañía de Jesús, ahora, en el postconcilio, los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos pueden repetirla con igual intensidad de admiración y gratitud.

Nuestro papa Francisco es un gran servidor y un gran reformador. Es fácil identificar en él al jesuita que busca en todo la mayor gloria de Dios y la salvación de los hombres de todo el mundo. De muchos modos ha dejado entrever su profunda experiencia de unión con Jesucristo y su pasión evangelizadora. Revela que ha sido ungido por el Espíritu para anunciar la Buena Nueva a los pobres y para compartir la vida con el pueblo fiel de Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo (cf. EG, 271). Sabe escuchar, discernir y compadecerse. Es un buen hermano de camino. Dirige sus pasos hacia la frontera y acoge lo diverso. Su palabra tiene siempre sabor a Evangelio y su empeño es la consolación de la humanidad sufriente. La Iglesia y la humanidad dan gracias a la Compañía por habernos dado a este compañero en este momento de la historia.

Toda celebración es una fiesta gozosa en la que se experimenta la alegría compartida. Se olvidan las querellas y se redoblan los esfuerzos para disfrutar. Cada jesuita puede decir “me encanta mi heredad” (Sal 16, 6) y todos juntos: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Sal 125, 3).

No celebramos la cantidad, sino la calidad. Esa calidad (“magis”) que está inscrita en vuestra identidad carismática y hará fermentar la historia que estáis llamados a construir (cf. VC 110). Deseo que la celebración de este V Centenario ignaciano esté lleno de bendiciones para la Compañía y para la Iglesia. Al hacer memoria de vuestras fuentes (“venimos de Ignacio”) y al recordar la herida, la trayectoria de su vida y sus enseñanzas; al repasar vuestras grandes opciones y compromisos reflejados en los Decretos de las seis Congregaciones Generales, no se me ocurre otra cosa que pedirle al Señor que les haga vivir con gozo el itinerario espiritual marcado por Ignacio y secundar las llamadas que el Espíritu les ha dirigido durante los años del postconcilio. Su vida evangélica y evangelizadora es la mejor aportación al pueblo de Dios.

***   ***   ***

Concluyo estas líneas con una evocación del conocido poema de Antonio Machado sobre las encinas. La Compañía es comparable a esa “negra encina campesina” que está dotada de arraigo, vigor y firmeza. Arraigo, que no es inmovilidad, sino continua afirmación de la propia identidad; vigor, que no es altivez, sino fuerza y lozanía para el crecimiento; y firmeza, que no es tozudez, sino capacidad de soportar las inclemencias y adversidades sin abdicar de la propia misión.

En este V Centenario ignaciano, la Iglesia hace propias las palabras de María y canta con ella el Magníficat. Es el canto de los pobres que hacen fiesta desde la gratuidad experimentada y desde la gratitud como respuesta. En las fiestas, se dan cita todas las cosas bellas. Por eso queremos reunirnos en torno al altar, celebrando la Eucaristía y pidiendo la bendición de la Santa Trinidad sobre la Compañía y sus colaboradores. Que Jesús les haga sentir el gozo de ser sus compañeros y amigos para seguir siendo testigos del Reino.

Feliz fiesta de san Ignacio. Que él bendiga su Familia.

Con mi gratitud y afecto en Cristo Jesús.

+Aquilino, Card. Bocos Merino, cmf.

Madrid, 25 de julio, 2021.

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